Primer Desierto
Imagino un hombre que puede ser muchos.
Imagino un instante en la eternidad medieval.
Imagino el refugio del calor.
Imagino ropas blancas,
una sombra,
una casa de barro,
un cántaro para la sed.
Imagino el silencioso sonido del viento,
que junto a la ardiente arena
dibujan misterios supremos.
Imagino el sabor de la sal
en la carne seca del cordero.
Imagino el deseo de la lluvia, que no llega.
Imagino las desmesuradas injusticias
del hombre, que siempre son las mismas.
Imagino el tacto del papiro.
Imagino el extraño acto de crear metafísica.
Imagino un hombre
que es una suma de emanaciones.
Imagino una casa de piedra.
Imagino el amor por la mujer.
Imagino el olor del vapor de plomo.
Imagino cercana y lejana
una revolución que es sangrienta.
Imagino el tedio del trabajo por dinero.
Imagino la muerte del hermano.
Imagino el árbol de la visión infantil.
Imagino la satisfacción
del libro en las manos.
Imagino la ventana que separa el frío del calor.
Imagino quince siglos separando ambas imaginaciones.
Segundo Desierto
Es un desierto que es cualquier desierto.
Es la herramienta del tiempo.
Es lo que es.
Esa árida unidad es un laberinto sin muros.
El viento y el tiempo, que son una unidad,
protegen con el silencio, aquello
que altera su eternidad, la memoria.
El tiempo altera al desierto.
El desierto altera al tiempo.
Extraño conflicto de dos que son uno mayor.
Un horizonte sin cambio,
que se alcanza de un solo paso.
El tiempo se retuerce,
y el esperado retorno tarda
desesperadamente poco.
Todo fue como es.
El viento en su energía
cambia de lugar
cada grano de arena,
para no cambiar nada.
El tiempo es el perpetuo movimiento
de los granos de arena,
es el intento, posible y único,
por agotar el infinito.
La forma de la arena,
tolerando la ira y
extenuando al tiempo,
construye una imagen,
cuyos signos mutan
para ser nuevos signos.
Mas el viento destruye lo que ha construido.
Mas el viento construye lo que ha destruido.
Todo es un movimiento incuestionable
que no necesita de nadie,
entonces nadie lo necesita.
El desierto acaso sea la imagen
de algo más vasto aun, pero
no se puede hablar de lo distinto.
Solo el vano intento de
continuar agotando a las fuerzas.
No aumenta. No disminuye.
El desierto es la quietud azotada por el viento.
Detrás de la tormenta aparece otro,
que es imaginado en místico deleite.
Dice: “No soy un místico. Escuche. Mire hacia allá.”
Una tribu dedicó
todos sus esfuerzos
a pensarse de modo abstracto.
Tanto empeño
fue puesto en su labor
que la metáfora se hizo realidad y
devinieron en estatuas de sal.
La compartida amistad
del viento, el desierto, y el tiempo
unificaron las estatuas
con las cercanas dunas.
Escucho sus pensamientos;
mientras, la piel el tiempo fatiga.
El alguien cuando me mira es absorbido por el viento.
Tercer Desierto
En algún lugar del desierto,
un túmulo de piedras deja intuir
una forma geométrica, precaria, primitiva.
En uno de los lados una puerta
que es de la curiosidad.
Dentro, un cántaro de la sed;
carbón de la noche del frío;
una esterilla de caña, propiedad
de un vestigio de comodidad;
una bolsa justificando un viaje.
Andrajoso, un alguien escribe con el silencio
de la pluma un papiro.
Alguien dijo:
“Cuando un hombre miente,
destruye una parte del mundo”.
Si hubiere un hombre,
un solo hombre inmortal,
aniquilaría la existencia del universo.
De aquí se deduce
la eterna misericordia del Dios
para con el universo, o sea,
para con sí mismo.
Cuarto Desierto
Bajo la escéptica sombra de un árbol
en el desierto dos personas.
Uno recita que Adán es una figura,
un eufemismo tolerable del Caído.
Que el verdadero nombre del Dios es lo único
que no se puede decir en el infierno;
motivo suficiente para vedar el Nombre.
Que por esta razón Dios no escucha nuestras súplicas.
Que nuestros carceleros, los que dan cuentas
por nuestro encierro, son
las irrevocables leyes de la naturaleza.
Que toda teología posible es palabra
de algún demonio menor,
pues el Completo no necesita decir.
El otro escucha. En silencio
extrae un cuchillo.
Lo mata por la espalda.
Luego la culpa,
que es tanto o más abrasiva
que la acción conjugada
del sol, el viento y la arena.
Escribe lo que recuerda
en un papiro egipcio
con letra griega.
Guarda las escrituras
en una vasija de barro
con el signo de un círculo
y ocho líneas radiales.
A lo lejos ya se ve la polvareda
de caballos, de jinetes,
de espadas, de cruces,
de muerte.
El aire ya huele a gritos.
La inconstante lluvia de arena y piedras
está unificada con la bruma oleosa del humo.
Los cuerpos transpiran una suma
de sudor, furia, sangre, confusión y miedo.
La Muerte, asqueada y cansada, pide tregua.
El Tiempo, ese enorme e irreversible
encadenamiento de accidentes es
incapaz de detenerse.
Nadie sobrevive menos uno,
elegido por alguno de tantos dioses.
Su deber fue repetir el horror,
con las más bellas palabras.
Hace mucho ha muerto.
Hoy alguien será ese hombre.
En el crepúsculo, los fragmentos
indican una memoria, que es posible.
Quinto Desierto
Una persona se atreve a sentir curiosidad,
parado ante el desierto que se extiende
hasta el horizonte.
Toma un poco de arena con las manos,
observa cómo los granos caen
hasta unificarse con el arenal.
Observa el cielo, el sol y las estrellas.
Observa el viento, dudando si es
una acción o un efecto.
Observando el paso
del tiempo, envejece.
Argumenta algunas conclusiones
que satisfacen su curiosidad.
Luego muere.
Luego nace otra persona.
Se atreve a sentir
una curiosidad análoga al primero.
Luego muchos otros.
Luego yo.
Luego muchos otros.
Luego, el desierto seguirá estando.
Cinco Detalles
Una sociedad dedicó
todos sus esfuerzos a construir una ciudad.
Decidieron que prescinda
de una muralla externa;
fue una esfera.
Allí dentro,
generación tras generación,
olvidaron el afuera.
El interior de la ciudad
ahora lo llaman realidad.
Un dios, en su magnánima quietud,
inventa un mundo para que sea habitado por un ser eterno.
Le propone una única tarea: escribir una página.
El ser descubre con placer y agonía que
corrección y eternidad son dos conceptos correlativos,
como lo es también la ética y la estética, esos dos imposibles.
Cuando llega el fin del tiempo el dios interpela al ser:
“¿Has terminado de escribir esa página?”
“Todavía no.” Responde el ser.
Un rey enmarcado por sus dos torres,
debate el tedio de la vida
con otro rey enmarcado por sus dos torres.
El combate comienza
definido por el silencio.
El tiempo envolvió a los jugadores.
El tiempo fraguó la batalla.
El tiempo enmarcó la forma
de la lógica geometría del juego.
Los soldados fueron cayendo,
los primeros; alfiles, caballos,
torres desaparecieron;
y al fin del registro del tiempo,
vencido uno, solo en la victoria el otro,
cayeron los reyes.
El paisaje, de sesenta y cuatro topografías,
continuó siendo del tiempo.
La certeza existe sobre lo que no creemos,
quizá por ser reflejo de lo otro;
mas lo que se cree es tan maleable,
tan incierto que hasta el escepticismo es falaz.
El nuestro es mundo de opiniones.
Publicación póstuma de las últimas investigaciones estéticas del autor.
Lo despiden sus amigos y colegas.
21/07/1974 - 21/02/2010