Quizá desde la penumbra un recuerdo se sostenga.
Quizá eso que ya no es de la luz, sea del pasado.
Quizá sea esa dual propiedad de la memoria,
que es recuerdo y que es olvido también.
Tendré un sueño que no quedará inscripto;
y con esa elíptica y ligera contradicción,
con el frío de la fiebre, me despertaré.
En mi mano estará el objeto soñado.
Será una caja pequeña y esférica,
opaca y transparente,
etérea y voluminosa,
en completa quietud girará.
Mas por alguna extraña convención o convicción
menos intelectual que social seré obligado
a clasificar como signo gráfico
lo desmesurado de la experiencia.
Sé que por aquí anduvieron algunos.
Sé que por aquí otros andarán.
Mientras, en otro lugar,
en otro tiempo,
el objeto fugado de
un punto que es una figura
posible no será alterado.
Mi pensamiento no encontró nada más extraordinario que
la belleza natural del árbol.
La voluntad intuyó que ese lugar era de mi pertenencia.
Caminé reconociendo el lugar.
Las hojas amarillas marcaron el contorno real y simbólico
entre la fortaleza del organismo y
la fragilidad de cada hoja individual.
El universo es un objeto;
el objeto es una mente;
la mente es el pensador;
el pensador en el universo.
Pero observar el uno en el todo es la ciencia,
esa herramienta feliz que continuamente hace de
la necesidad un razonamiento.
Bajo el árbol comprendí que el objeto buscado era todos los objetos,
que no pertenecía al tiempo, o al espacio, esas analogías diferentes;
el objeto era un pensamiento. Entonces eso que es ningún objeto fue
al mismo tiempo la búsqueda y la poderosa herramienta que logró hacer
de la percepción un mundo posible. La mente fue la única sustancia
en la piel de las abstracciones. Yo, herramienta esclava de la razón,
creí saber. Pero sé que el mundo es misericorde con la pedante
testarudez del hombre, pues contiene un poderoso aliado, el tiempo,
para erosionar las dimensiones, muchas veces oscuras, del pensamiento.