Como con todo objeto, sobre los cementerios pesa el tiempo,
que es el olvido. Dentro de mi propio y oceánico
desconocimiento de la arquitectura entiendo que una puerta
sirve para comunicar dos espacios diferentes.
Alguien nos cuenta, con lacónica lucidez, que toda puerta
intuye un laberinto posible tras de sí.
Podría ser un goce estético, ese inexplicable placer
melancólico que respiran los panteones.
Podría ser un paseo entre el silencio que se conjura a través
de la brisa en los pinos.
Podría ser la última extinción de las ilusiones humanas.
Podría ser uno de esos lugares donde un hombre pueda
pesar su propia vida en el contraste natural con el mármol, y el bronce.
Los panteones, últimos símbolos de la aristocracia, nos entregan
otro tipo de puertas. Puertas que no conectan dos espacios,
todo lo contrario, limitan ambos mundos: uno, que es de las cenizas,
del tiempo; otro, de las sombras, de lo incierto.
La muerte, rostro visible del tiempo, vive de nuestro lado,
donde hay vida.
Hay puertas que no fueron hechas para comunicar
los dos lados de un contorno.
|